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BIENVENIDA A LOS LECTORES

En este blog encontraran los esfuerzos literarios de un grupo de amigos reunidos por su amor a la escritura que buscan difundir a todo el mundo los recovecos de su alma plasmados con la impronta dejada en estas letras

13/9/13

Ampalagua relato de Norma Bernáldez

Ampalagua
El carbonero aprendió todos los secretos del oficio, durante años de práctica.
Al morir don circuncisión, el más viejo y experimentado del obraje, el patrón dejó a Leandro al cuidado de los hornos. Éstos se cargaban con madera de quebracho o algarrobo, en una estructura de ladrillos con la forma de una bocha gigante, partida por la mitad y asentada sobre el corte.
Luego, encendían fuego a la carga y pasado unos días tapiaban todas las troneras y aberturas. El fuego se sofocaba por falta de oxígeno y quedaba el carbón. Esto requería de un cierto tiempo en el que no había nada que hacer.
Leandro aprovechaba ese tiempo para cazar. Liebres, quirquinchos, alguna perdiz, eran bien venidos para variar con carne fresca la dieta de charqui, mazamorra y mate.
Atrapaba también unos sapos grandes, llamados capa-capa, con cuya piel los talabarteros hacían monederos o cintos.
A veces encontraba una ampalagua, de piel muy preciada en la ciudad, donde fabricaban zapatos o carteras.
El hombre no sólo buscaba entretenerse en la caza y yaparle algunas monedas al salario para sus vicios de tabaco y ginebra con la venta de los cueros, sino, porque en el aislamiento del monte podía ser como su naturaleza le pedía, sanguinario y cruel.
Gozaba cuereando vivas a sus presas. Siempre iba munido de un gancho de carnicero, que introducía en la quijada del animal, para luego colgarlo de una horqueta y comenzaba a desollarlo, silbando sin melodía. Disfrutaba con los espasmódicos movimientos de la víctima y aspiraba con gusto el olor de la sangre y el pavor.
Esa mañana tomó por la picada. Al pasar debajo de un quebracho, la vio.
Era una ampalagua como de tres metros y más gruesa que uno de sus muslos. Se descolgaba reptando por el tronco. La golpeó con un leño, atontándola. Sacó de su bolsillo el gancho y se lo clavó en la mandíbula inferior. Con esfuerzo levantó el reptil y lo colgó en una rama alta y resistente. Buscó entre la faja negra, su cuchillo de mango de asta. Lo desenvainó y ademiró el filo de la hoja. Con un tajo largo y profundo cortó desde la quijada, pasando por el vientre hasta la cola, el cuero del réptil. Experimentó algo indescriptible en esa competencia con un animal de hermosa piel, que para alimentarse, tragaba enteros a otros animales y luego los trituraba en su interior, aferrándose a un árbol en un macabro abrazo.
Con gran habilidad comenzó a separar el cuero de la cabeza y luego a despegarlo hacia abajo, como si la desvistiera. La “bicha” reaccionó y en un amplio giro enlazó al cazador por la cintura con la cola.
‒ Conque, querís pelear, mierda ‒susurró como para sí y siguió silbando.
Acostumbrado a esos vanos intentos de defensa, no tomó precauciones. Además, encontraba en esa lucha desigual, un motivo más de placer.
Era baquiano. Había participado muchas veces en lo que para él, resultaba un juego.
Confiado en su destreza, no advirtió que esa “lampalagua” era más larga y pesada que las capturadas con aterioridad. Siguió cuereado, y la boa, enfurecida y guiada por el instinto, logró rodearlo totalmente y anudando la cola contra sí misma, tensó al máximo los músculos.
Leandro, incrédulo, alcanzó a escuchar el crujido de sus propios huesos.

Norma Bernáldez
Ampalagua: En Argentina y Uruguay, serpiente de gran tamaño que se alimenta de animales vivos; en la zona en la que habita en Córdoba, Santiago del Estero, etc., también se la llama “lampalagua”- Diccionario Enciclopédico “OCEANO Uno Color” edición 1995.
Hay dos clases de hornos:
1)       Como los de esta historia. Circulares, construidos con ladrillos de adobe asentados sobre barros, semejantes a una bocha partida por la mitad y apoyada sobre el corte. Cada horno tiene dos aberturas enfrentadas, por donde ingresan los peones con los troncos, que acomodan contra la bóveda como si fueran las escalinatas de una pirámide, hasta que todo el interior está repleto de leña. Entonces el encargado ordena tapiar las entradas, asciende por una de las gradas de ladrillo que hay en la parte exterior y arroja una antorcha encendida por el boquete central que está en lo más alto. La carga comienza a incendiarse y crepitar “como si se quejaran las almas de los árboles tronchados”. En el momento preciso, que el encargado conoce con exactitud, tal vez por la densidad o color del humo, tal vez sólo por instinto, hace tapiar las troneras que circundan el horno, para que no entre más aire. El fuego se va extinguiendo de a poco, ante la falta de oxígeno. Transcurre cierto tiempo –días­­‒ que el baquiano conoce, para que la leña quede convertida en carbón.
2)       El segundo procedimiento me ha llegado por mentas, y sin precisiones. Se amontonan los troncos. Hecha la pirámide, se la cubre con barro, como si este fuera un revoque. Luego a este horno, se le prende fuego. La tradición oral no me ha aportados otros datos.
La autora.
Córdoba, agosto del 2013

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