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BIENVENIDA A LOS LECTORES

En este blog encontraran los esfuerzos literarios de un grupo de amigos reunidos por su amor a la escritura que buscan difundir a todo el mundo los recovecos de su alma plasmados con la impronta dejada en estas letras

13/9/13

La mortaja no tiene bolsillos de Luis A. Guiñazú

La mortaja no tiene bolsillos

Abelardo en vida trabajaba en una gran biblioteca; su afán eran los libros.
Perseguía sin descanso a los malvados que escribían en los márgenes, a los que doblaban inmisericordes las hojas y ni qué decir los que rompían o arrancaban folios.
Pero la vida se termina tarde o temprano; para Abelardo fue más bien temprano.
Entre las cosas que le quedaron sin hacer fue, que a pesar de vivir rodeado de libros, nunca pudo escribir uno.
Le hubiera gustado ver expuestas sus ideas en letras de molde, como: ‘Cómo tener un libro siempre bien cuidado, a pesar de que se leyera asiduamente’.
Hubiera querido permanecer para siempre entre esos muros encuadernados entre libros, pero, se encontró con muchos otros fantasmas que lo pusieron patitas en la calle.
Buscó entonces regresar a su vivienda, allí le resultaba imposible concentrarse con sus amados libros: el barullo de los niños, era constante y no le dejaban leer los viejos manuscritos. Los pocos que le habían quedado.
Deambulaba entristecido por otras bibliotecas, pero todas ellas estaban colmadas de genios de las escrituras, de las editoriales, de las librerías, los encuadernadores y tantos otros ligados a las letras, que no encontraba su lugar.
Dado que el tiempo ya no tenía significado para él, le fue imposible precisar cuánto habían pasado el día que encontró una vieja mansión y entre aquellas paredes una magnífica biblioteca.
Solamente un solitario espectro hacía la vigilia en él. En vida un escritor, pero su fama la debía más a pertenecer a una familia de relumbrante abolengo, que a sus escritos. Con sus abundantes ingresos había adquirido una fabulosa biblioteca. Conservaba el buen porte y don de gentes, que hizo que le ofreciera albergue y permiso para visitar sus archivos.
Feliz de poder permanecer cerca de los amados libros, Abelardo entraba y salía constantemente en la biblioteca.
Su condición etérea le permitía atravesar los cristales.
Desde el fallecimiento del poeta el mueble permanecía cerrado y la tierra y los pulgones cubrían los folios y las tapas.
Para el delicado bibliotecario significaba un constante martirio, pues su sensibilidad le hacía estornudar a cada rato.
El personal que habitaba el palacete pensaba cada vez que vibraban los vidrios de la biblioteca, que la causa era el paso de los carruajes por el frente de la vivienda.
Abelardo también solía recorrer los jardines que engalanaban los patios de la residencia, en esos casos lamentaba no poder leer en su paz; pues cada vez que lo intentó, él pasaba, su mortaja pasaba, hasta que, al llegar al bolsillo con el libro, éste se atascaba irremediablemente.
En realidad, no eran bolsillos, sino simples pliegues de la sábana; pero de cualquier forma, ni el libro, una hoja o una letra podían salir fuera de aquel armario.

Entristecido, pensaba cómo no hubiera mortajas con bolsillos adecuados para poder llevar, aunque sea un libro.

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