Craneo fumando un cigarrillo, cuadro de Van Gogh
Me Dejaron Sin Mis Cigarrillos
No puedo dormir, ¡de
nuevo me sacaron los cigarrillos!, la riña doméstica de después de cenar me
tensó los nervios; transpiro entre las mojadas sábanas, giro y giro en la vana
búsqueda de una posición relajada. No queda otra cosa que salir a la calle, a
pocas cuadras inauguraron un kiosco polirrubros, donde puedo conseguir los puchos
a toda hora.
El brillante y funcional
local está atendido por un joven, que entre cliente y cliente mata el
aburrimiento leyendo una revista de chismes, escándalos y mujeres desnudas, que
dejó de lado, con desgano, para atenderme. No había de la marca que me gusta,
fastidiado por mi indecisión, el dependiente me apuró para volver a su revista.
El carillón anunció el
ingreso al local de nuevos clientes, eran tres vestidos con incongruentes sacones
en la cálida noche. Dos se quedaron mirando las estanterías; el otro, cuando
estuvo a un palmo de nosotros, extrajo el arma más grande que yo haya visto, la
que abanicaba delante de nosotros y con voz perentoria exigió que le diéramos
todo el dinero. Detrás, sus compañeros, exhibían sus armas, ubicándose
estratégicamente uno al lado de la puerta y el otro cerca de la ventana, para
observar el movimiento de la calle.
Lo que no vieron fue al
segundo empleado, que seguía los movimientos de los parroquianos por el
circuito cerrado de vigilancia.
Asustado, tironeó con
desesperación de la alarma silenciosa, rogando para que la policía no se
demorara.
Moví mi mano automáticamente
para buscar mis cigarros.
No oí el estruendo, sólo
vi el fulgor y sentí cómo el caliente plomo me rompía la nariz junto al
instantáneo dolor de cabeza. El olor a quemado me dio náuseas.
Vi cómo corrían los tres
ladrones a la salida, disparando en todas direcciones; la sangre del empleado
me cayó como lluvia sobre mi cabeza. Y luego fue la paz.
Luces de colores
bailaban por las paredes, torpes pies me rodearon, unas manos me alzaron para
colocarme sobre una camilla; un oficial revisó mis bolsillos, aunque los forajidos
nada me habían dejado.
Las desparejas calles
por la que corría la ambulancia con derroche de luces y sonidos, me sacudieron
sin misericordia.
¿Para qué me ponen la
mascarilla?, ¿acaso no ven que no puedo respirar? Lo mismo insisten. Me golpean
como tontos el pecho, y me sacuden con descargas eléctricas.
Yo solamente quiero fumar,
pero a nadie se le ocurrió brindarme un cigarrillo.
Todos hablaban con murmullos apagados, aunque
de vez en cuando se oyen las risotadas desde la otra habitación, ¿Quién sería
el chistoso?; en mi situación ni siquiera los puedo oír.
El cura vino a
sermonearme y lanzarme agua bendita, las vecinas se pusieron a rezar el
rosario, el tío Lucas pidió permiso para retirarse, (él como yo, no puede estar
sin ir a echar humo).
Se acercó un elegante
señor de etiqueta y apartó a todos de mi lado; vino entonces otro con overol de
mecánico, él puso cerca de mí, como invitándome, el pucho que tenía en la boca;
pero luego tomó una tapa de metal con la que cubrió. Nuevamente me invadió el olor
a chamusquina y pensé, que yo estaba aún sin poder fumar un cigarrillo. Solo espero
despertarme de esta pesadilla y que mi esposa no me vuelva a sacar mis cigarrillos,
sobre todo, después de una tonta discusión.