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BIENVENIDA A LOS LECTORES

En este blog encontraran los esfuerzos literarios de un grupo de amigos reunidos por su amor a la escritura que buscan difundir a todo el mundo los recovecos de su alma plasmados con la impronta dejada en estas letras

31/7/11

haiku Otoño

23/7/11

las vacaciones

En el Café cuadro de Gustavo Poblete
Las vacaciones
Luis Alberto Guiñazú
Córdoba, 22 de diciembre
Querida Almita:
                    Hoy me enteré que debo tomarme las vacaciones, y como hace tantísimo tiempo que no sé nada de ti ni de tus niños, supongo que estarán grandísimos. Me gustaría mucho poder volver a verlos.
Como de un tiempo a esta parte no logro retener bien las cosas en la memoria no logro encontrar dónde es que anoté tu número de teléfono: es por ello que no te comuniqué por ese medio de mi decisión de ir a verlos, espero que no siga haciendo frío en Trelew para esa fecha; el doctor me prohíbe que tome frío por mis huesos. Le llevaré un lindo regalo a cada uno, pero debes comunicarme para eso cuáles son los gustos de tus hijos.
Con cariño los beso con el corazón, tu padre.
Felipe
P/D: Iré solo, a tu madre hace mucho que no la veo, no me permite entrar más a casa. Si le hablas o le escribes, pídele que me deje buscar mis libros preferidos, yo sé que ella te escuchará.

Luego de releer la nota, satisfecho, la introdujo en un sobre, lo pegó y quedó dudando un rato. Se sacó el guardapolvo, se puso su chaqueta, se calzó el sombrerito alpino que usaba últimamente, y deslizó el sobre en el bolsillo del saco.
Acomodó los pocos elementos que estaban sobre la mesa y se dispuso a salir.
Al pasar por las otros escritorios saludaba afectuosamente con la mano a los parroquianos; algunos no le hacían caso y al que lo miraba interrogante, le informaba que se tomaba sus merecidas vacaciones.
Pasó distraído por enfrente de los que montaban guardia en la puerta, a quienes saludó con un gesto. Pensaba en dónde había dejado anotado la dirección de su hija. Afuera, un señor de cara afeitada, con un mostacho que caía a los costados de la comisura de los labios, y al que le parecía haberlo conocido de antes, se le paró en frente.
“¿Ya se va doctor? Lo vamos a extrañar, cuando quiera venga a jugar una partidita de mus” le dijo risueño, mientras le tomaba la mano y se la sacudía.
“¿Sí?, bueno gracias, lo tendré en cuenta. Cierto que hoy me voy de vacaciones; ¡oh!, por la emoción, olvidé marcar mi tarjeta” dio media vuelta y regresó buscando el mueble tarjetero.
Aquella empresa no era muy grande, poseía solamente una veintena de fichas. El doctor rebuscó hacia arriba y hacia abajo, a derecha e izquierda, pero no halló la suya. Se fue poniendo de mal humor; una convulsión de ira le arrebató y sacó todas las cartillas arrojándolas al suelo con furia.
“¡Eh!, ¡usted!, ¿está loco? Qué se ha creído” un robusto mocetón con cara de pocos amigos salió de una piecita que dominaba el reloj y el mueble con los cartones de los empleados. Lo tomó de la solapa y lo zamarreó.
“¡Déjalo Romero, que al doctor lo autorizaron” uno de los empleados, sentados frente a la puerta, que salió a defenderlo “Tome doctor, aquí está su tarjeta, la pusieron aparte, porque hoy es su último día, no se olvide que se va ir de vacaciones”. le entregó una tarjeta, de otro color, pero con su nombre remarcado en forma notable “Me la dejaron cuando salió casi sin despedirse, y yo se la marqué.” –y con voz calma le siguió explicando “Olvide el mal momento, que Romero es el nuevo jefe de personal y no le avisaron que se iba.”
“¡Ah!, bueno no importa; ¡hasta la vuelta!” dijo más tranquilo y salió a la calle.
“¿Y éste?” preguntó Romero extrañado.
“Es el vecino de enfrente, y es muy amigo del dueño, como que supo salvarle la vida a su hija Almita. Le deja estar en el bar del complejo, total no molesta a nadie; se pasa horas leyendo, escribiendo, y toma litros de café; la verdad no sé cómo hace para dormir.”
“¿Y por qué es eso?” inquirió picado de la curiosidad
“Porque el pobre le pasó todo al mismo tiempo, se le murió la mujer, lo jubilaron y perdió un juicio por mala praxis que lo dejó en la calle. A consecuencia de ello, cayó en una depresión de la gran flauta y desde entonces vive en la pensioncita de enfrente. Almita lo reconoció y lo trajo, él la quiere como a una hija. Pero, se fueron, al marido de ella le salió un flor de trabajo en el Sur; se ve que le afectó mucho, porque desde entonces se puso más cargoso y el jefe, un poco para calmarlo y otro poco para sacárselo de encima, le dijo que le daba vacaciones por un año y él se puso tan contento que no habla de otra cosa”.

22/7/11

Miedo y Tristeza de Raquel Heredia

Fría y desolada tarde de invierno.  Fin de semana largo. Salí a dar una vuelta en auto, camino a las Sierras de Ascochinga. Quería volver por la ruta del Cuadrado.
Al pasar por Río Ceballos, más precisamente por Villa Los Altos, recordé  que en una  de esas callecitas solitarias vivían unos tíos que hacía más de treinta  años no veía.

Yo tendría  ocho o nueve  años, cuando mi padre me llevó al lugar.  Fue la última vez que estuve allí.

Mis padres y  tíos conversaban preocupados sobre política. Mi primo Eduardo, que el año anterior había ingresado a la facultad de Filosofía, estaba involucrado con la cuestión social y temían por él.  Más tarde,  las botas y atropellos  se hicieron sentir.

            Tío Remigio: morocho, corpulento, de mirada cariñosa, siempre me regalaba  golosinas. Tía Carmen, de finos modales y buena anfitriona. Cada vez que  íbamos  a visitarla nos invitaba con  riquísimas  tortas.

La tristura de la tarde de invierno, con su alfombra de hojas secas invitaba a los afectos. Sumando la reciente ruptura con mi novia, después de cuatro años, la nostalgia de mi infancia imperturbable;  decían que ése era el momento de rastrear la casa.
Ignoraba, después de tantos años, con quién me encontraría, ni  siquiera si aún residían en el mismo lugar.  No conocía tampoco,  por qué  ellos se habían aislado del resto de la familia. Como en aquella época  era sólo un niño, no me inquietó el problema. En estas cavilaciones buscaba la calle que me llevaría a casa de mis tíos. No fue fácil, edificaciones nuevas, árboles crecidos. Me sentí un poco desorientado con el nuevo paisaje.

Al llegar a la casita, toqué la campana de bronce, y su repicar sonó a lamento. Esperé. Al rato, salió una jovencita alta, de figura espigada, ojos grises y largos cabellos lacios.  Con su sonrisa deslumbrante me dejó confundido. Pensé: ya no están aquí. Consulté si vivía allí la familia Quinteros. La respuesta de Alicia, que así se  llama  la joven nieta de mis tíos, fue afirmativa. Me presenté y después me preguntó qué necesitaba. Luego aparecieron dos ancianos: Tío Remigio, aquel hombre jovial, elegante, hoy camina con la cabeza baja y cierta dificultad en la motricidad. Sus manos tiemblan. Emocionado con el encuentro me abrazó. Tía Carmen preguntó qué quería  y por qué estaba allí. Su pelo encanecido y desarreglado, mirada lejana, repetía las preguntas. Me di cuenta de que había perdido la memoria. Alicia, en un apartado, mientras preparaba el té me explicó que ella se fue a vivir allí porque ellos  estaban muy enfermos.

Tía Carmen sufría de Alzheimer y  a tío Remigio, después de aquella tarde  en que su hijo Eduardo salió para ir a la facultad y nunca más volvió, la vida le cambió para siempre. Fueron años de búsquedas estériles.  Se dedicó a beber  y  eso afectó su cerebro.   Eduardo era uno  más  en la lista de desaparecidos.

El miedo  y  la soledad, se apoderaron  de ellos.

La casa  permanecía  con las persianas cerradas. No querían hablar con nadie. Tenían miedo  hasta de abrir una puerta. Sus vidas se paralizaron con el horror  y  no se animaban a investigar nada, aunque su salud ya no se los permitía. El tema del hijo desaparecido, se volvió tabú. Envejecían día a día y esa nieta fue a vivir allí para acompañarlos.  Si quedaban solos ni comerían. No tomaban los medicamentos, ni cuidaban de su aseo personal. A veces lloraban a escondidas. Todo era  temor.

Me quedé a dormir allí esa noche. La cena transcurrió  dentro del mismo clima de profunda angustia.  Los ancianos silenciosos, en duelo permanente. Sus vidas avanzaban sin sentido, petrificados en el dolor. Alicia,   ofrendaba su primavera en la atmósfera gris que flotaba en  la casa.

En la sobremesa me animé a preguntar por Eduardo. Fue muy duro, pero   necesitaba informarme y aunque sin saber cómo, quería ayudar. Les costaba mucho  hablar del tema. La respuesta de mi tío me turbó más de lo esperado. Manifestaba incoherencias, parecía que me estaba trastornando.  Hablaba de las transformaciones de las personas y las cosas.  “Los desaparecidos,  todos esos chicos que nunca volvieron fueron devorados por los monstruos”, repetía  reiteradamente.

            “Ya nada es igual, ni las personas ni las cosas. Nada podemos hacer, sólo escondernos para seguir amándolos; aunque Carmen y yo quisiéramos morirnos, nunca en manos de ellos”.

Esa noche, para mí,  fue la  gran pesadilla. No podía comparar a mis tíos de la infancia con estos dos ancianos desquiciados. Tampoco entendía yo;  cómo  viví tan ausente de esta tragedia. No sabía enfrentarme con la realidad, que no me permitiría seguir igual mi vida, cotejada a la del  momento de tocar ese bronce. Las palabras del  tío sonaban como ecos en mi cerebro. 

“Eduardo subió al tren que se transformó en gusano, iba repleto de jóvenes. Ninguno de ellos pudo bajar,  los fagocitaron”


 Raquel Heredia

            

¡GUERRA! de Luis Alberto Guiñazú

Con flores lo despidió

El océano los separó

llegó la condolencia

Luis Alberto Guiñazú (http://pasequelecuento.blogspot.com)

Himno a al Amistad - Raquel Heredia

Himno a la Amistad

Estas palabras que salen sangrando
es la mejor cura para el extremo cansancio.
En esta soledad infinita, evoco la amistad
como el aliento del caminante, como el calor
del amante en el invierno.
Cuando estoy sola y nadie me escucha
voy a tu encuentro y estás allí
con los brazos abiertos.
Y son tus palabras los frutos maduros
la noche estrellada, la canción callada,
la caricia silenciosa del mensaje tierno.
Y por eso me lo bebo despacito, como puedo.
Porque hay amigos que cantaron
para que yo lo hiciera
y alisaron caminos
para que yo anduviera.


Raquel Heredia

21/7/11

LOS SUEÑOS Y LAS RUINAS de Luis Alberto Guiñazú

Los Sueños y las Ruinas

Luis Alberto Guiñazú
Se sintió purificado por los fuegos que lamieron sus carnes. Abandonó las ruinas del templo y caminó por senderos grises de polvo y cenizas, hasta más allá del horizonte. Cruzó los ríos que labran las laderas montañosas y riegan las raíces de árboles añosos, duros como rocas.
Sus sienes latían con ritmo alocado, mientras rumiaba la amarga idea de ser la ilusión de alguien que lo sueña. De ser imaginado por un augur de un fantástico santuario, que desde épocas inmemoriales fueron derruidos y pulverizados.
Sus pasos le condujeron hasta una aldea; al verlo, sus habitantes se postraron y corrieron a ofrecerle sus mejores viandas, vestidos, animales y hasta sus más bellas mujeres, para que las acogiera a su servicio.
Hastiado, marchó con rumbo al desierto. Junto a sus pies  descalzos arrastró su angustia por las ardientes arenas.
Cuando el cebado tigre le cortó el paso, sólo levantó su mano y éste, como gato, se retiró para dejarle beber en paz del único pozo de agua del desierto.
Se negaba al descanso: no quería siquiera cerrar los ojos o reposar la cabeza.
Temía soñar y que en el sueño se repitieran las terribles imágenes. Pensó así detener la visión, quizás, producto de un sueño, que se proyectaba hacia otro sueño hasta el fin de los tiempos.
Pero, su destino es inevitable.
Al cabo de los años decayó su resistencia.
Se le cerraron los ojos y soñó.

Sueña, como la primera vez: en la creación de un hombre, pieza por pieza. Como al principio del principio, al que luego da vida, como dios, con la flama de sus ojos. Y nace cubierto de cenizas en el ardiente santuario todavía humeante.