Fría y desolada tarde de invierno. Fin de semana largo. Salí a dar una vuelta en auto, camino a las Sierras de Ascochinga. Quería volver por la ruta del Cuadrado.
Al pasar por Río Ceballos, más precisamente por Villa Los Altos, recordé que en una de esas callecitas solitarias vivían unos tíos que hacía más de treinta años no veía.
Yo tendría ocho o nueve años, cuando mi padre me llevó al lugar. Fue la última vez que estuve allí.
Mis padres y tíos conversaban preocupados sobre política. Mi primo Eduardo, que el año anterior había ingresado a la facultad de Filosofía, estaba involucrado con la cuestión social y temían por él. Más tarde, las botas y atropellos se hicieron sentir.
Tío Remigio: morocho, corpulento, de mirada cariñosa, siempre me regalaba golosinas. Tía Carmen, de finos modales y buena anfitriona. Cada vez que íbamos a visitarla nos invitaba con riquísimas tortas.
La tristura de la tarde de invierno, con su alfombra de hojas secas invitaba a los afectos. Sumando la reciente ruptura con mi novia, después de cuatro años, la nostalgia de mi infancia imperturbable; decían que ése era el momento de rastrear la casa.
Ignoraba, después de tantos años, con quién me encontraría, ni siquiera si aún residían en el mismo lugar. No conocía tampoco, por qué ellos se habían aislado del resto de la familia. Como en aquella época era sólo un niño, no me inquietó el problema. En estas cavilaciones buscaba la calle que me llevaría a casa de mis tíos. No fue fácil, edificaciones nuevas, árboles crecidos. Me sentí un poco desorientado con el nuevo paisaje.
Al llegar a la casita, toqué la campana de bronce, y su repicar sonó a lamento. Esperé. Al rato, salió una jovencita alta, de figura espigada, ojos grises y largos cabellos lacios. Con su sonrisa deslumbrante me dejó confundido. Pensé: ya no están aquí. Consulté si vivía allí la familia Quinteros. La respuesta de Alicia, que así se llama la joven nieta de mis tíos, fue afirmativa. Me presenté y después me preguntó qué necesitaba. Luego aparecieron dos ancianos: Tío Remigio, aquel hombre jovial, elegante, hoy camina con la cabeza baja y cierta dificultad en la motricidad. Sus manos tiemblan. Emocionado con el encuentro me abrazó. Tía Carmen preguntó qué quería y por qué estaba allí. Su pelo encanecido y desarreglado, mirada lejana, repetía las preguntas. Me di cuenta de que había perdido la memoria. Alicia, en un apartado, mientras preparaba el té me explicó que ella se fue a vivir allí porque ellos estaban muy enfermos.
Tía Carmen sufría de Alzheimer y a tío Remigio, después de aquella tarde en que su hijo Eduardo salió para ir a la facultad y nunca más volvió, la vida le cambió para siempre. Fueron años de búsquedas estériles. Se dedicó a beber y eso afectó su cerebro. Eduardo era uno más en la lista de desaparecidos.
El miedo y la soledad, se apoderaron de ellos.
La casa permanecía con las persianas cerradas. No querían hablar con nadie. Tenían miedo hasta de abrir una puerta. Sus vidas se paralizaron con el horror y no se animaban a investigar nada, aunque su salud ya no se los permitía. El tema del hijo desaparecido, se volvió tabú. Envejecían día a día y esa nieta fue a vivir allí para acompañarlos. Si quedaban solos ni comerían. No tomaban los medicamentos, ni cuidaban de su aseo personal. A veces lloraban a escondidas. Todo era temor.
Me quedé a dormir allí esa noche. La cena transcurrió dentro del mismo clima de profunda angustia. Los ancianos silenciosos, en duelo permanente. Sus vidas avanzaban sin sentido, petrificados en el dolor. Alicia, ofrendaba su primavera en la atmósfera gris que flotaba en la casa.
En la sobremesa me animé a preguntar por Eduardo. Fue muy duro, pero necesitaba informarme y aunque sin saber cómo, quería ayudar. Les costaba mucho hablar del tema. La respuesta de mi tío me turbó más de lo esperado. Manifestaba incoherencias, parecía que me estaba trastornando. Hablaba de las transformaciones de las personas y las cosas. “Los desaparecidos, todos esos chicos que nunca volvieron fueron devorados por los monstruos”, repetía reiteradamente.
“Ya nada es igual, ni las personas ni las cosas. Nada podemos hacer, sólo escondernos para seguir amándolos; aunque Carmen y yo quisiéramos morirnos, nunca en manos de ellos”.
Esa noche, para mí, fue la gran pesadilla. No podía comparar a mis tíos de la infancia con estos dos ancianos desquiciados. Tampoco entendía yo; cómo viví tan ausente de esta tragedia. No sabía enfrentarme con la realidad, que no me permitiría seguir igual mi vida, cotejada a la del momento de tocar ese bronce. Las palabras del tío sonaban como ecos en mi cerebro.
“Eduardo subió al tren que se transformó en gusano, iba repleto de jóvenes. Ninguno de ellos pudo bajar, los fagocitaron”
Raquel Heredia
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