Los Sueños y las Ruinas
Luis Alberto Guiñazú
Se sintió purificado por los fuegos que lamieron sus carnes. Abandonó las ruinas del templo y caminó por senderos grises de polvo y cenizas, hasta más allá del horizonte. Cruzó los ríos que labran las laderas montañosas y riegan las raíces de árboles añosos, duros como rocas.
Sus sienes latían con ritmo alocado, mientras rumiaba la amarga idea de ser la ilusión de alguien que lo sueña. De ser imaginado por un augur de un fantástico santuario, que desde épocas inmemoriales fueron derruidos y pulverizados.
Sus pasos le condujeron hasta una aldea; al verlo, sus habitantes se postraron y corrieron a ofrecerle sus mejores viandas, vestidos, animales y hasta sus más bellas mujeres, para que las acogiera a su servicio.
Hastiado, marchó con rumbo al desierto. Junto a sus pies descalzos arrastró su angustia por las ardientes arenas.
Cuando el cebado tigre le cortó el paso, sólo levantó su mano y éste, como gato, se retiró para dejarle beber en paz del único pozo de agua del desierto.
Se negaba al descanso: no quería siquiera cerrar los ojos o reposar la cabeza.
Temía soñar y que en el sueño se repitieran las terribles imágenes. Pensó así detener la visión, quizás, producto de un sueño, que se proyectaba hacia otro sueño hasta el fin de los tiempos.
Pero, su destino es inevitable.
Al cabo de los años decayó su resistencia.
Se le cerraron los ojos y soñó.
Sueña, como la primera vez: en la creación de un hombre, pieza por pieza. Como al principio del principio, al que luego da vida, como dios, con la flama de sus ojos. Y nace cubierto de cenizas en el ardiente santuario todavía humeante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario