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BIENVENIDA A LOS LECTORES

En este blog encontraran los esfuerzos literarios de un grupo de amigos reunidos por su amor a la escritura que buscan difundir a todo el mundo los recovecos de su alma plasmados con la impronta dejada en estas letras

17/9/14

la carcajada

interior de la prisión cuadro de Goya

Francisco de Goya y Lucientes (Fuendetodos, Zaragoza, 30 de marzo de 1746 – Burdeos, Francia, 16 de abril de 1828), fue un pintor y grabador español. Su obra abarca la pintura de caballete y mural, el grabado y el dibujo. En todas estas facetas desarrolló un estilo que inaugura el Romanticismo. El arte goyesco supone, asimismo, el comienzo de la Pintura contemporánea, y se considera precursor de las vanguardias pictóricas del siglo XX.

La Carcajada

Ya deben ser como las ocho; oí ¡Sí!, oí como un piar; y estos desgraciados aún no me traen el desayuno. Ya debería acostumbrarme, a veces pienso que lo hacen a propósito, ¡para que ni siquiera tengamos idea del tiempo! Ahora tomo la cuenta de los días por las veces que prenden la luz; si a ese farolito de mierda pudiera llamarse una luz: está tan cagado por las moscas y otros bichos que ni se darían cuenta cuando por fin se queme y aquí todo sea oscuridad. En un principio intenté, para no pensar, imaginar el color original de las paredes. Alguien diría que marcó sobre ella el paso de los días con mierda, ¡sí con mierda!, lo digo por el color y si hasta me animé a tomarle el olor; pero de tan viejo casi ni tenía. Al principio de toda esta porquería no podía ni comer: claro el plato de hojalata que me daban, de tan sucio era de un color indefinido. El primer día quedó donde lo dejaron: sobre el piso; al apagar la luz comencé a oír rasguños, pequeños chirriar de la lata contra el piso. En la oscuridad extrema nada podía ver. Inútilmente intenté dormir en el flaco jergón. Entre el estrés, la angustia, los nervios y esa sensación de que miríadas de insectos se me subían encima. Al otro día, sorprendido, noté el plato ya vacío y casi brillante de limpio estaba desplazado debajo del lavamanos. En esos primeros días, permanecí insomne; luego del desayuno, que es de una aguada indescriptible junto a un pan mohoso, mal dormía unas pocas horas. Fue a los tres días que las ronchas se me hicieron costras de tanto rascarme. Revisé la cucheta y la hallé llena de unos bichos gordos, rechonchos diría yo, de mi sangre. Luego de intentar matarlos, desistí por la inmensidad de la tarea. Había por todos lados; además, la luz que me llega de la alta ventana apenas me permite distinguir nada.
“Tiene una visita” dijeron en un tosco y mordido ruso. Me incorporé pensando quién sería el desgraciado que se inquietaba en venir a visitarme; desde el lejano día en que gané la licitación para la construcción de la maldita planta de reciclado de basura en este lejano y perdido país y ¡tonto de mí! Pensé que había alcanzado el cielo con las manos, mis ganancias me dejarían rico para siempre; traje personal de mi confianza, maquinarias imprescindibles para montar todo el circo, y las cosas marcharon a las mil maravillas hasta que la revolución, ¡la maldita revolución!, o como la llamen, tiró abajo al gobierno y me acusaron de malversación de bienes, de estafa, de…, para qué ocuparme de esas cosas, si ahora no tienen remedio. Si hasta una sirvienta, que contraté, me acusó de haber querido sobrepasarme con ella por pedirle que se desvistiera para revisarla ante el faltante de mi escritorio de mil rublos. Claro que fue ante dos testigos mujeres; lo mismo dijeron que la había ultrajado. Y no hicieron referencia que le habíamos hallado lo sustraído.  El juicio fue realizado en el dialecto de estos desgraciados, que ni ruso hablan sino un derivado del uzbeco, ininteligible para los que no son del lugar. Además, se negaron procurarme contacto con el embajador o algún cónsul, y para colmo el abogado apenas sabía el idioma. Yo apenas podía entender que ante cada acusación solamente alegaba clemencia para mí. Como no pudo ser de otra forma fui confinado hasta mi muerte en este pozo inmundo o que pronto me sería comunicada la fecha de mi ejecución. Por lo que he podido contar han pasado tres años y cinco meses y nadie, ni siquiera mi defensor se acercaron para notificarme nada. Sé que en este pabellón, que se lo conoce como la capilla, estamos los destinados al matadero. Una que otra mañana suelo oír golpes, ruidos de puertas chirriantes, quejidos ahogados, órdenes ladradas sin piedad, y poco después el estallido de las explosiones, que para colmo suelen realizarse contra la pared de mi celda.
Esperé impaciente el rechinamiento metálico de la puerta al abrirse. Un sacerdote con una larga sotana se materializó ante la puerta. Agité la mano con desprecio; hacía muchos años que me había alejado de todo contacto con la religión y no sentía que éste fuera el momento propicio para  reencontrarme con Dios. Me di vuelta hasta que detrás de mí sonaron las milagrosas palabras: “No quieres confesarte hijo mío, antes de partir” por un lado, se me heló la sangre por sus dichos y por otro, casi lloraba de alegría por oír que me hablaba en mi idioma. Corrí hacia él y lo abracé como si fuera un niño perdido ante su madre…, o padre. No tenía ningún escrúpulo en dejar correr toda la angustia de este tiempo enclaustrado.
 “Padre, piedad, pida por mí en la liturgia, libéreme de mi pecado”, le supliqué mientras que lo agitaba con mis exhaustas fuerzas.
“¡Cálmese hombre!, que ha habido un nuevo golpe de estado y están reviendo todas las sentencias, y usted está entre los primeros que van a volver a considerar. Me enviaron como intérprete para ayudar en su nuevo juicio”.
“¡Oh! Padre, si me salvo de ésta, le prometo llenarle el altar de imágenes de ángeles y vírgenes, contratar al mejor escritor para que le escriba las mejores homilías, regalarle un cáliz de oro y servir todo un año de monaguillo”
El cura lanzó una carcajada, que resonó como toques de clarines celestiales dentro de la mazmorra.
Luis Alberto Guiñazú

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